Caminando con Dios

“Caminó, pues, Enoc con Dios, y desapareció, porque le llevó Dios” (Gn 5:24)

Enoc no corrió, caminó. No tenía prisa en llegar a la meta. Su viaje se hizo agradable. No estaba desesperado por llegar a la mansión que le esperaba, aunque sabía que allí hallaría descanso. La hostilidad del camino,  las inclemencias del tiempo, o cualquier otra cosa que lo apenara, era razón suficiente para anhelar llegar allí. Todo esto pudo soportarlo debido a su acompañante. Este le daba aliento con sus palabras. El solo contemplarlo, le hacía no mirar el bosque tenebroso por el que andaba. Era solo él y su amigo. Cuando desapareció de la tierra, no había mucha diferencia. La única fue el espacio que lo rodeaba. Ya no había un mar bravo por las tempestades, ahora había un mar de cristal. Ya no había calles de tierra, ahora eran de oro. Ya no había hombres sanguinarios y violentos que maldecían a Dios, ahora había ángeles que lo alababan. Pero lo importante no había cambiado. Su mano seguía apretada a aquella que lo había tomado hace más de 300 años. Se dio cuenta que su compañero de viaje no había cambiado. Lo supo al ver la marca en su mano. La conversación que partió en la tierra, continuó en los cielos por la eternidad.


Asaf

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